
Esa ternurita traviesa, color crema, de ojos enormes y orejas inquietas, llegó a la finca en medio de la noche, venía en la parte de atrás de la pick-up del abuelo. El viaje lo hicieron desde un pueblo cercano, por lo que no les supuso mayor cansancio. Los niños, Juancito, Pablito y Martica salieron de la casa al escuchar el ruido del motor, sabían que traían a una nueva res para el futuro ordeño. Estaban muy emocionados esperándola. -¡Niños a dormir! – Dijo la abuela, envuelta en su cobijita verde. -Vamos que hace mucho frío, mañana tendrán tiempo de ver a la vaquita que ahí traen-. ¡Apúrense pues! Esa noche los niños durmieron con mucha ilusión, contentos por la llegada de esta amiguita, sabían en cierta forma que sus vacaciones en la finca, serían muy especiales junto a ella.
Despertaron temprano, apenas se alistaron para tomar el desayuno que la abuelita les preparó, no faltó el jugo de naranja recién exprimido, y el canto de los pajaritos alegres. Sin pensarlo dos veces, se levantaron para ir directamente al potrero y allí estaba, echada en el rincón con el portillo cerrado. Juancito la vio y dijo inmediatamente: ¿Qué nombre le pondremos?
Martica, observándola muy bien y luego de un ratico respondió: me gustaría que se llamara Mariposa, ¡Como la de la canción del Tío Simón!
Pablito por su parte dijo, yo quiero que se llame… ¡Martica! Soltando risas traviesas. La niña abrió sus enormes ojos, como queriendo protestar, pero también sonrió, para luego caer en las ruidosas carcajadas de sus primos. Pronto llegó el abuelo, con un fajo de pasto recién cortado y un balde de leche mezclada con alimento concentrado. Él dijo con voz fuerte: Niños denme permiso, voy a darle de comer a Pancha.
– ¿Pancha? Preguntó Pablito.
– Sí, contestó el abuelo, así se llama.
Los niños quedaron sorprendidos por el nombre de la vaquita, y le preguntaron al abuelo por qué se llamaba así, a lo que él les contestó pícaramente: ese fue el nombre que le puso la mama. Ellos sonreídos y muy contentos se animaron a agarrar pajitas del pasto, para dárselos a Pancha, quien se acercó cuidadosamente hacia ellos, moviendo rápidamente sus orejas y colita, pareciendo esto una especie de saludo. Una vez que la mimada ternera comió y bebió toda la leche, el abuelo abrió el portillo completamente, ella tan graciosa con sus pasos corticos, salió hacia la pradera. Los niños muy cuidadosos se fueron detrás, contentos y pendientes de todos los movimientos que hacía.
Ellos tenían permitido estar solos en las cercanías a la casa grande, ya que no conocían bien los predios y había ciertos detalles que debían tener en cuenta, por ser de la ciudad y así no pasar disgustos. Una de esas cosas a tomar muy pero muy en cuenta, era la existencia de alacranes. -¡Ay Dios!- Exclamó la abuelita, cuando les advertía a los niños, sobre este peligro. Por favor niñitos, no levanten las piedras que se encuentren por allí, mis niños queridos, siempre puede haber algún nido de alacranes y -¡Uy, cómo duelen las picaduras de esos bichos!-. Cada vez que salían a pasear por los alrededores de la finca, Martica les repetía a sus inquietos primos, todo lo que les dijo la abuela acerca de los temidos alacranes, ellos por su parte se reían y le hacían bromas a la niña, imitando el cocorocó de las gallinas del corral. Y es que Martica de verdad ¡Les tenía miedo a esos condenados!
Así pasaron los días en la finca, daban paseos alegres junto a Pancha y los otros animales, a ellos se les unían los dos perros Yaqui y Rabito, amigos inseparables. Donde estaba uno, siempre estaba el otro, acompañando en todo momento a los niños mientras ayudaban con las tareas de la finca. Los tres se levantaban bien temprano, para observar las faenas del ordeño, ayudaban a recoger las naranjas, a extender el café en el patio para que se secara bajo el sol y sobre todo, a irse con Panchita a pastar tranquilamente por allí junto a los otros terneros.
Un día, los niños luego de tomar el delicioso desayuno, que amorosamente les hacía la abuelita, pasaron a saludar a Pancha, con la gran sorpresa de que ella ya no estaba en el potrero, ni en la pradera donde siempre se hallaba reposando o jugando. Martica, salió corriendo hacia el patio, gritando: abuelita, abuelita y ¿Dónde está Pancha pues? A los pocos segundos se incorporaron los dos chiquillos a la accidentada conversación.
– En la montaña, hijita. Respondió la abuela.
– Pablito casi al borde del sollozo, replicó ¿En El Pinar, “abue”?
– Si, mijito se la llevaron para El Pinar, respondió cariñosamente la abuelita, invitándolos nuevamente a la cocina, donde les convidaría un pedazo de panela a cada uno, para que pasaran ese trago amargo, de no tener a la Panchita cerca. Los niños calladitos, disfrutaron del improvisado dulce, tan tradicional en la finca, mirándose cómplicemente entre ellos…
No dejarían pasar mucho tiempo sin ver a su amiguita Pancha…
Al anochecer, planificaron cómo subir hasta la montaña, ya habían ido con el abuelo a conocerla, es el lugar donde llevan a los terneros para que se acostumbren a pastar sin las mamás vacas. Y como dijo el abuelo: ¡Para que esos muchachos respiren aire puro! El camino, en sus alborotadas mentes se hacía corto, ya que cada vez que fueron lo hicieron en el Jeep del abuelo, quien en esta oportunidad no los podría llevar porque estaba comprando nuevos terneros. Entonces, obviamente se irían caminando y sería mucho más complicado, pero sí o sí verían a Pancha. Eran alrededor de las dos de la tarde cuando se fueron lejos, más allá de los potreros de la finca. Martica, iba caminando temblorosa por ese cuento de los alacranes, los niños iban silbando, comiendo moras (muy pero muy cuidadas por el abuelo) y jugando a lanzarle ramitas a los perros para que las buscaran. Caminaron, caminaron y caminaron. Cruzaron un riachuelo, donde descansaron un poco, aprovechando la sombra de los árboles, recogieron algunas piedritas y bebieron agua.
– ¡Ah, qué sabrosa que está el agua! Dijo Juancito
– Si, contestó Martica
– Bien fría que está, dijo Pablito.
No terminaban de conversar, cuando de un momento a otro saltó Pablito a rascarse desesperadamente, los brazos y las piernas.
– ¡Ay, ay! Me pican mucho los brazos, también las piernas.
– A ver, a ver quédate quieto, para revisarte dijo Martica.
Cuando observaron, Pablito tenía varias garrapatas pegadas a la piel. Pobre niño, no sabía si rascarse o llorar. En ese momento se dieron cuenta que ya estaban cerca de llegar al Pinar, entonces como pudieron se incorporaron nuevamente al camino. -Tal vez-, dijo Juancito, -cuando lleguemos estén los obreros y te den algo para quitarte esas garrapatas de encima, así que mejor nos apuramos-. No terminaba de decir esto, cuando a él también le comenzó a picar el cuerpito. -¡Ay Ay mamita querida, pican muy duro las condenadas!-. Los dos niños, salieron corriendo cuesta arriba y atrás quedaban Martica y los perros. Ella preocupada y algo cansada, sin embargo aceleró el paso, hasta que, sin darse cuenta sus pies quedaron atrapados en una gran bosta de vaca. ¡Qué desastre! dijo Martica. ¿Quién me manda a seguirle la corriente a estos dos bravucones? Debí quedarme con mi abuelita. Casi al borde de las lágrimas, al ver sus hermosos y blancos zapatos deportivos arruinados con la travesura de alguna vaca que recién pastaba por allí. A pesar de esto siguió caminando.
Justo en la entrada a la pequeña casa, estaba el abuelo, muy serio como de costumbre y bastante sorprendido al ver a los pequeños llegar hasta allí. ¡Y solos! Los tres chiquillos palidecieron y no sabían qué decirle al abuelo. Entonces, él les preguntó: ¿ustedes pidieron permiso para subir hasta acá? ¿Por qué vinieron solos? Ninguno se atrevió a responder, permanecieron en silencio. De pronto se escuchó el bramido de una vaca, era Pancha que se acercaba rápidamente a recibir a los visitantes. El abuelo quien ya notaba que los niños, habían comprendido que no está bien salir sin permiso de los adultos y no debían deambular por lugares desconocidos, para aliviar un poco la tensión del momento señaló: miren quién vino a saludarlos, es Pancha. -¡Pancha La Mu!- agregó. Los tres niños aunque muy avergonzados aún por la travesura cometida, el haberse ido de la finca sin permiso, sonrieron y se acercaron a la ternerita a saludarla también. El abuelo, con voz animada les dijo: Niños no vuelvan a irse sin que sepamos a dónde y con quién. Siempre deben decirnos hacia dónde irán. Vengan, entremos a la casa, para quitarles esos bichos que traen del camino. ¡Si abuelito! respondieron los niños al mismo tiempo, así contentos y animados estuvieron el resto de la tarde jugando y ayudándolo en todo. Y ya casi al anochecer de ese día de aventuras, durante todo el camino de regreso, estuvieron recordando las palabras del abuelo y prometieron que más nunca se alejarían de la casa sin permiso. ¡Y colorín colorado, este cuento se ha acabado!
Ilustrado por Romita.

Querida Roys, nuevamente gracias por brindar este espacio para compartir lo que escribimos. En esta oportunidad, se trata de un cuento que surgió como ejercicio práctico, que hiciéramos en el Taller de escritura, impartido el pasado mes de junio. Entonces, como resultado tenemos a Pancha la Mu, que no es más que una ilustración de lejanos recuerdos de infancia, relatados para darle a los niños (lo escribí pensando en mi hijita) un mensaje bonito y una importante moraleja. De modo que puedan tener un pedacito de esa tierra merideña que hoy por hoy para nosotras está muy lejos, sin embargo presente siempre en el corazón.
Hermoso escrito, genialidad, emotividad y anoranza por la tierra. Me encantó ¡Gracias por participar! Mi cariño siempre.